Al Natural: Ser en la Transformación

Por Joaquín Prino
¿Funcionamos? ¿Hacemos lo que tenemos que hacer? ¿O miramos por una ventana y dejamos que las cosas pasen? Quizás cumplimos una misión y nuestro rumbo va en alguna dirección. O tiramos el tiempo a la basura y miramos una pantalla que refleja una realidad compleja formada por fragmentos de otra. Un poco de las dos.
Hay un motor, que también es el freno. La dopamina.
La dopamina no es el placer, es el impulso. No es la risa, es la promesa de que algo nos hará reír. Es un motor interno que no se detiene: empuja, señala, nos hace mirar hacia adelante, hacia lo que falta. Es esa energía que aparece cuando algo nuevo se asoma, cuando intuimos que podríamos estar mejor, ser más, lograr algo. Por eso es tan poderosa, porque nos mueve antes de que sepamos hacia dónde. A diferencia de la serotonina, que nos abraza en el presente y nos deja sentir que todo está bien por un rato, la dopamina nos dice que todavía no, que hay que seguir. Entender eso cambia todo. Nos deja ver que muchas veces no elegimos realmente lo que hacemos, sino que seguimos un hilo que viene desde lo más profundo del cuerpo. Saberlo no nos libera, pero al menos nos da la oportunidad de elegir cuándo seguirlo y cuándo no.
En la prehistoria, la atención estaba fragmentada pero cargada de propósito. Cazábamos, recolectábamos, escapábamos de depredadores. El sistema dopaminérgico tenía una razón clara de ser: la supervivencia.
Con el paso del tiempo, surgieron nuevos relatos que ordenaban el mundo: la religión, las estructuras sociales, el trabajo, la familia. Existía una dirección, un deber, un deber-ser. La dopamina seguía activa, pero enmarcada dentro de narrativas colectivas.
Hoy, la supervivencia está (al menos para muchos) garantizada, y los grandes relatos se desvanecieron. Ya no hay fe, ni patria, ni futuro prometido que ordene el deseo. Entonces, ¿a dónde empuja la dopamina ahora?
Nos sigue diciendo “más”, pero no nos dice “más qué”. El instinto se convirtió en ansiedad. El deseo, en loop. Volvimos a una atención cazadora, como en el comienzo… pero sin saber qué estamos cazando. En lugar de presas, capturamos estímulos, notificaciones, flashes. Y en lugar de propósito, tenemos entretenimiento. De la lanza al reel, de la cueva al feed.
Nos empuja lo que no tenemos. Deseamos antes de saber por qué, y cuando lo alcanzamos, ya estamos en otra parte. La dopamina no espera que disfrutemos, solo quiere que sigamos. Y seguimos. Cambiamos de estímulo como quien cambia de ropa. Lo nuevo brilla por un segundo y se apaga. Lo próximo siempre promete más. Nos movemos entre chispas, creyendo que alguna será fuego. No es que no podamos sentir, es que a veces olvidamos cómo. Y en esa búsqueda interminable, tal vez lo único real sea el movimiento mismo. El deseo como un lenguaje que no busca respuesta, solo mantenerse vivo.
A veces tengo una idea y me entusiasmo. Abro mil pestañas, empiezo algo, lo dejo. La energía está, pero se dispersa. Lo valioso parece ser imaginar, no hacer. Crear se vuelve una excusa para empezar de nuevo, no para quedarse. No sé si es falta de foco o exceso de estímulos. Pero cada vez es más difícil sostener la atención el tiempo suficiente como para ver qué quería decir o trasmitir.
No sabemos qué tipo de cerebros estamos cultivando. Pero todo parece apuntar a que serán rápidos, ansiosos, impacientes. Acostumbrados a desear antes de entender qué. Tal vez estamos perdiendo algo: la pausa, el foco, el aburrimiento. No es nostalgia. Es una pregunta real. ¿Qué pasa si en el futuro ya no podemos quedarnos quietos ni un momento sin estímulo? ¿Qué pasa si dejamos de saber qué queremos?
Quizás el mayor desafío de este tiempo no sea encontrar placer, sino sentido. Llevamos siglos obedeciendo una fuerza que nos empuja hacia adelante, como si el deseo fuera un fin en sí mismo. La dopamina nos guió a sobrevivir, a crear, a conquistar. Pero hoy, con todo al alcance, seguimos corriendo. No por necesidad, sino por inercia. Y si no empezamos a preguntarnos hacia dónde vamos, tal vez la especie más deseante del planeta termine persiguiendo cosas que no entiende, en un mundo que ya no necesita más, sino un para qué.